Para escribir una buena historia
no se necesitan mimbres espectaculares, la mayoría de la veces basta con saber
desarrollar una idea con buena literatura. Este es el caso de Reino vegetal, de Marc Colell.
Como dice el autor basta una imagen, una sensación, un personaje, una adolescente en este caso— Carlota—, la toalla húmeda que envuelve a la niña, la perra a sus pies, el recuerdo de un amigo muerto —Ferran— una urbanización de verano, los vecinos, el calor, los amigos, la soledad, la añoranza, una piscina, un nadador, un peluquín.
Entre todo ello una visión precisa de los sentimientos, de las conversaciones, de las imposturas, las tensiones inevitables de una sociedad en los tiempos aquellos cuando veíamos el Un, dos, tres mientras el abuelo se marchitaba en un sillón después de comer sardinas o ensaladilla, fiestas veraniegas con payasos y cocaína, machos alfa, pescadores, adolescentes, malos tratos entre paredes y la necesidad de Carlota de encontrar los recuerdos de su amigo Ferran en cualquier recoveco, en cualquier cueva, en cualquier lugar.
Ese amigo muerto de pronto reencarnado en su propio hermano, en un bebé con el mismo nombre, cuidado y protegido.
Como un renacimiento con lo que eso supone de roturas
internas y heridas.
La novela es un retrato de una sociedad
no tan lejana, un potente retrato perfectamente hilvanado hasta un final
precioso, envuelto todo en un exquisito lenguaje.
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