Esta
novela, Las madres negras, de Patricia Esteban Erlés, ha merecido el IV Premio
de novela Dos Passos.
Durante
su lectura he sentido una irresistible atracción por continuar leyendo sin
descanso, y otros momentos en los cuales he tenido que apartar el libro porque
me dolía lo que leía.
Las
madres negras viven en el convento de Santa Vela, una mansión que perteneció a
Larah Corven, una viuda recluida en su propia casa, un laberinto por el que
pretende la viuda huir de sus fantasmas. Santa Vela, por decisión de Priscia,
una mujer obsesionada por la religión, por ser poseída por Dios, porque solo
comprende su extraña vocación mediante el castigo, se convierte en orfanato. Allí,
entre esos muros conviven las huérfanas, niñas cuyas historias se nos van
desvelando en pequeños capítulos, como relatos independientes aunque, por supuesto,
con el lazo de una unidad total.
Mida, la protagonista, cuyo descubrimiento de
que Dios no existe, desvelado por él mismo, o convertido en dos o en tres.
Aquella semana Mida
no podía ver nada pero lo sabía todo. Supo que había llegado una nueva huérfana
de pelo largo, reconoció el paso vacilante de un par de botas gastadas, entre
las suelas leves de las zapatillas de las novicias, blandas como pezuñas de
gato, que la conducían, como a ella, meses atrás, ante la hermana Priscia, la
única de todo el convento que calzaba unas terribles, enormes sandalias oscuras
de hombre. Oyó cómo atravesaban la planta baja, camino de la sala donde a la
recién llegada le entregarían el vestido gris plomo de hospiciana que le
costaría el nombre y su pelo. «Te cambiarán tus trenzas y el nombre, la única
palabra que es tuya, por ese trapo gris», susurró Mida, compadecida por la
extraña. La oscuridad pareció asentir en la oscuridad, dándole la razón. Mida
oyó a la nueva llorar débilmente a lo lejos y tres pares de pies lamiendo el
suelo en la dirección contraria, camino ahora de los dormitorios. A la huérfana
ya le habrían dado el par de zapatillas negras y ahora ya no podían
distinguirse sus pasos de los de las cuidadoras.
Dios, un ser cruel
que juega con las voluntades y sentimientos de las personas.
Había
aprendido también que esas chiquillas a las que Dios visitaba sufrían una
transformación inmediata, de la que tal vez ni siquiera eran consciente.
Comenzaban a agostarse poco a poco a partir de la mañana siguiente, empalidecían
mortalmente y caminaban trastabillando por los corredores, se dejaban caer
rodando escalera abajo sin ofrecer resistencia.
Está
también Moira, una niña que se muere algunas
veces, o las siamesas Lavinilea, que desconocen dónde empieza una y acaba otra
y, por supuesto, la hermosa Pola, la niña de los cabellos verdes y belleza
vegetal y Coro, la de la pierna renqueante, todas despojadas de sus melenas, de
su verdadero nombre por voluntad de Priscia para convertirlas a todas ellas en
una sola, sin personalidad alguna.
Y Santa Vela, la casa que habla de sí misma en tercera persona para
contarnos su historia.
En la novela se trata el tema de la negación humana mediante el absurdo
fanatismo de la religión, la infancia, el sometimiento de las mujeres. Una
novela gótica que te va envolviendo en el ambiente pétreo de Santa Vela, en la
terrible personalidad de Priscia y sus deseos de complacer a Dios.
Una novela en la que la autora ha volcado su fascinación por lo oscuro, por
el alma humana, por la contradicción entre el bien y el mal, por lo monstruoso,
por los miedos de todas las infancias. Una novela escrita con devoción,
trabajada, absorbente por la prosa exquisita de Patricia Esteban Erlés.
Exhausta he quedado y maravillada de tanta calidad literaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario