Habitaciones con monstruos, de
Ángeles Sánchez Portero es su segunda publicación, después de Enero, una deliciosa
novela corta.
Dieciséis relatos, dieciséis
habitaciones y unos cuantos monstruos. Son los monstruos que habitan en nuestro
interior, que nos acompañan, que nos siguen, que nos vigilan.
El monstruo de la soledad y de la
infelicidad de las hermanas que ingieren perlas de sangre para volver a estar
en equilibrio con la vida. O de la mujer que, a base de tantas despedidas, su
piel se convirtió en un mapa de lugares de viajes donde nunca fue.
Edificios llenos de sorpresas, de
manos que se rozan, de cartas de lugares lejanos, quizás inexistentes, en los
buzones, de hombres pájaros. Los ruidos de tu propia vivienda, los conocidos.
Los que se quedan cuando tú te marchas. Hay más pájaros a lo largo del libro.
Volar. Querer ser libre, aunque te lastime.
El misterio del cerebro de
Einstein, con sus células y neuronas vitales. Unas miedosas, otras vigías,
otras tristes, otras musicales. Todas juntas viajando en el maletero de un
coche. Todas ellas con la afición de tumbarse boca arriba y jugar a adivinar
constelaciones.
Hombres azules, niñas fantasma,
asumiendo el destino que les ha tocado en suerte. En un sobre. Quién sabe.
Aprender a mentir para sobrevivir, a vivir en una ciudad con vecinos. La muerte
acechando.
El absurdo de la megafonía de un
autobús. La irrealidad. O la realidad confundida con la imaginación. Mantenerse
alejado de todo lo que nos rodea. Los miedos, los nuestros y los ajenos, los
que vamos recogiendo por el camino. Cambiar de vida, y no saber cómo, sin nadie
que te aconseje, sin nadie que te diga qué color escoger para tu nueva
existencia.
La anemia afectiva de Andresito,
abatido por una losa llamada realidad. Su madre que sonríe a las cucharas, en un
nido donde incuba la vejez. Y la normalidad de enloquecer.
Y allí, en la nave 314, nos
encontramos con Juan que custodia los secretos. Algunos días no le gustaría ir
a trabajar, pero no hay otro remedio. Mientras, en la ciudad, algunos
habitantes pasean con una bolsa de plástico.
¡Ay, el amor! ¿Qué ocurre cuando
se estropea a pesar de haber seguido las instrucciones de conservación? Si no
puedes cambiarlo porque has perdido el ticket siempre puedes imaginar,
fantasear con la muerte, con la chica de la funeraria que, a su vez fantasea
con otra vida. Coincidir. Compartir las culpas.
O encontrarnos con seres hechos
de olvidos. Seres que dejan las cosas a mitad hacer: el café, la comida. Los
amores. Las conversaciones. O una Gran Vía donde se extravían niños y destinos.
Donde hay tiendas de barrio, proveedores de chisteras. Incluso un tranvía.
Casas cuyas fachadas están marcadas por la lluvia
que les ha dejado surcos grises, como si el inmueble se hubiera echado a
llorar. Y una niña que aparece todos los días a las cinco de la tarde.
De lo que hubiera sucedido si hoy
no hubiera llovido. ¿Qué le hubiera ocurrido a Marta o a Germán? ¿Se hubieran
encontrado en el local clandestino del chino Xin? Solo la lluvia lo sabe. La
lluvia y las ciudades.
Hay una frase en uno de los
relatos que, quizás, resumiría las intenciones de todos ellos. “Te acostumbraste a mirar la superficie de
las cosas e imaginar su vida interna”
Y esto es lo que yo creo que hace
Ángeles. Con minuciosidad, retrata la soledad, el desamparo, la fragilidad de
la vida, de las cosas, de las personas, de la infancia. La vida de las ciudades, por debajo y por arriba. Su mirada se introduce por todas las ranuras y nos explica las situaciones de una manera distinta. A los objetos les da
vida mediante su peculiar manera de observar. Las imágenes son potentes o
suaves, depende. El absurdo se convierte en poesía.
Utiliza muy bien la segunda
persona en alguno de los relatos. Hay ritmo, cadencia musical. Perfección en la
escritura. Mucho trabajo en cada una de las narraciones, tal como hizo en Enero,
su primera novela. Una voz muy particular. Muy definida, inconfundible.
Léanlo. De verdad
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